Realmente, pagué para que me insultara, porque en ese momento, ni entendí bien su actuación, ni quise analizarla.
A veces, el exceso de confianza, la autoridad, la ciega creencia en alguien, nos puede hacer caer en el dogmatismo. Un elemento apto para destrozarnos. Ahí es cuando a mí me da por buscar los criterios de verdad, analizarlos y estudiarlos.
Cuando hablo de mentiras, no me refiero a las del día a día. Esas que no hacen daño a nadie, sino a otras capaces de desequilibrar a cualquiera. Inmenso poder el del ser humano, que es capaz de acabar con cualquiera sin tocarle. A nosotros no nos hacen falta armas ni escudos, ni motivos para iniciar una guerra mental más lesiva que cualquier cruzada en la que se necesiten bombas. Tenemos la capacidad de actuar conscientemente. Y la necesidad de hacer que una querencia puntual sea mil veces más importante que cualquier otra cosa. Nos pasa desde niños, cuando vemos algo nuevo y dejamos apartado cualquier otro juguete del que no podíamos prescindir minutos antes.
Y efectivamente, cuando esto se entiende, te acuerdas de Angélica Liddell, y de su "todos, absolutamente todos, somos despreciables." Y le das la razón. Y piensas en lo bien que iría el mundo, si en los bares, en lugar de alcohol, se sirviesen chupitos de tiopentato de sodio.